viernes, 15 de enero de 2010

MARRAKECH: "CHEZ ALÍ", la fantasía de las mil y una noches


Nunca me han gustado los viajes organizados y mucho menos los espectáculos creados específicamente para los turistas, sin embargo, en esta ocasión hago una excepción con este del cual procedo a escribir.


Se trata de un restaurante que ofrece una opípara cena típica marroquí, acompañada de una exhibición de música y danzas folclóricas beréberes y de una lucha guerrera ecuestre con demostraciones de acrobacias y fuegos artificiales.


El restaurante se llama Chez Alí, pues "chez" es un vocablo francés que significa "en la casa de", y Alí es el nombre de su propietario, un antiguo guía turístico que ha recreado un paisaje oriental, con una ambientación muy teatral, valiéndose de varios edificios en los que ubica los comedores, que bien parecen decorados inspirados en los palacios de los cuentos de las “Mil y una noches”. Estos se abren a un enorme patio donde tienen lugar los ágapes cuando el buen tiempo acompaña, y en cuya explanada central también se representa la llamada “Fantasía” ecuestre.


Chez Alí se halla inmerso en el Palmeral, un vasto parque natural situado en las afueras de Marrakech, la legendaria primera capital imperial de Marruecos, a unos veinte kilómetros de su vetusta e impresionante medina.


El Palmeral es un oasis que cubre una extensión de trece mil hectáreas y cuenta con más de ciento ochenta mil palmeras en la actualidad. Cuenta la leyenda que fue creado de forma accidental por los peones que trabajaban en la construcción de la “jettara” (cuyos pozos aún pueden verse hoy en día), una red de canales subterráneos cuya finalidad era abastecer de agua a la población de los llanos, canalizándola desde las colinas rocosas de Guéliz. Su constructor fue Alí Ibn Youssef, hijo de Youssef Ibn Tachfine, primer monarca de la dinastía almorávide y fundador de Marrakech.


Según esta misma leyenda, los obreros de la “jettara” arrojaban al suelo las pepitas de los dátiles que ingerían, germinando la mayor parte de estas y originando la formación de esta extensa masa verde.


Llegar al Palmeral y, por ende, al restaurante en cuestión, no reviste mayor dificultad, pues si no se dispone de vehículo propio o de alquiler, los taxis son muy económicos. No obstante, es recomendable reservar la cena en una agencia local si se viaja por cuenta propia, como fue mi caso, ya que el restaurante atiende principalmente reservas de grupos, bien sean de mayoristas de viajes o de las mentadas agencias turísticas locales.

Tuve la oportunidad de comparar precios durante mi primera estancia en la ciudad, y cuando regresé a Marrakech, para iniciar desde allí un completo tour por todo el país, reservé con una pequeña agencia que tiene sucursal (una humilde mesa de despacho), ante la terraza superior del “Café Glacier”, en la mítica plaza de “Jamaa el Fna”. Allí me fue posible ahorrar una cantidad considerable de dinero, consiguiendo la reserva por unos treinta y cinco euros por persona, incluyendo los traslados, ida y vuelta, en minibús, desde la puerta del propio hotel. El precio no incluía las bebidas, que no eran muy baratas si se trataba de alcohol, pero al menos existía la posibilidad de consumir vino o cerveza durante la velada, cosa no muy común en Marruecos.

A las puertas de Chez Alí, los jinetes reciben a los visitantes sobre sus monturas, ataviados y armados para el ulterior espectáculo y dispuestos a fotografiarse con el turista de turno a cambio de una nimia propina. Después, y tras franquear las puertas, grupos de músicos y bailarinas del Atlas proporcionan otra calurosa bienvenida a los comensales, los cuales son acomodados en mesas circulares dispuestas en el amplio patio, a la intemperie o protegidos bajo las “jaimas”, o en el interior de los hermosos pabellones, si la climatología adversa  no permitiese lo primero y lo segundo.

Y entonces comienza el desfile de camareros uniformados con chilabas, sirviendo, en primer lugar, la sopa marroquí denominada “harira” y elaborada con legumbres (lentejas o garbanzos) y ligeramente especiada. Un platillo para entonar el estómago, suave y sólo con una pizca de picante.


Tras él va un abundante cordero asado en horno de leña, una auténtica delicia para el paladar y detrás el plato nacional marroquí: el cuscús, en este caso de pollo. Con una sémola hecha justo en su punto, suelta y aromática, acompañada del pollo, garbanzos y de hortalizas como la zanahoria, se asemeja a uno de nuestros “cocidos”. Es un placer para los sentidos. Los marroquíes lo toman con la mano derecha, cogiendo varios ingredientes a la vez y haciendo una bola con ellos entre el índice y el pulgar, antes de llevarlo a la boca, pero es algo que se hace en la intimidad de las casas y no se verá en este lugar tan elegante, donde todos utilizaban cubiertos.


Hay que reseñar que la mayoría de la concurrencia era de origen magrebí o árabe; gentes de clase media o alta que practica el turismo en países de ámbito islámico, pues los musulmanes más o menos adinerados son poco dados a visitar zonas más “occidentalizadas”. En parte este hecho, el de encontrarse con escasos turistas occidentales, es lo que hace de este sitio algo recomendable, pues se confraterniza también con personas de otra mentalidad y cultura, se aprende sobre otros gustos y costumbres, y deja de ser en sí mismo el típico tópico del espectáculo para turistas.

Volviendo a las sabrosas viandas servidas, después del cuscús llegaron los postres: una exquisita, como ninguna, tarta casera, compuesta de capas de hojaldre alternadas con crema y almendras. Siendo como soy, una persona poco dada a los dulces, puedo aseverar que he degustado pocas tan suculentas en toda mi vida.


Para aquéllos que aún pudiesen hacer entrar algo más en sus estómagos: la fruta. una descomunal bandeja por mesa, bien nutrida de las perfumadas naranjas de Fez, junto con melocotones y ciruelas…


Y mientras los comensales se atiborraban sin remedio, grupos de músicos y danzarinas bereberes circulaban en torno a las mesas ofreciendo su arte y regocijando a todos cuantos se animaban a acompañarles.


Tras la cena y la oportuna algarabía, todos los presentes tomaron asiento en las gradas que circundan la gran explanada central del recinto para disfrutar de la “Fantasía”, la ceremonia guerrera donde los mejores jinetes de las tribus del valle del Riff aunaban esfuerzos para hacer de ello un espectáculo digno del mejor de los circos, con acrobacias a lomos de los corceles y al final luchas ficticias con disparos de salvas y fuegos de artificio. No faltó tampoco la danza del vientre, ejecutada por una bella danzarina, sobre una engalanada carroza.


Un restaurante y espectáculo que recomiendo tanto para viajeros que deseen poner un bonito broche final a su estancia en Marruecos, como para parejas de enamorados o para familias con niños. Todos se lo pasarán bien en esta especie de “parque temático” de las mil y una noches.

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